Una metáfora de la vida como combate, en donde los tres actores clásicos de La Zaranda, su núcleo duro, son los restos de un ejército en desbandada, en esta guerra sin cuartel que dura ya más de cuarenta años. Su lenguaje es su desarbolada bandera en un mundo que amenaza el sentido poético de la existencia. Combate inútil, que parece ser nuestra esencia cultural, lo quijotesco. Épica para tres farsantes, sátira de todo poder humano, la dignidad y la fe como acto de resistencia. Esas fueron siempre sus trincheras. Siempre derrotados, nunca vencidos.
Más que son, fueron. Sobrevivientes de una guerra que nadie recuerda, por más que no cejen en su intento vano de ganar una batalla contra el olvido, magnificando aquellas escaramuzas, meras efemérides que a nadie interesan.
“Porque ya es tarde y pronto va a oscurecer” (Lucas 24:29) dejan una luz prendida como un faro en mitad de la tormenta que alumbre la esperanza.
Han transcurrido más de cuatro décadas desde que La Zaranda emprendiera su andadura teatral, realizando una intensa labor creativa que le ha valido un gran prestigio internacional. Su trayectoria tiene como constantes teatrales: el compromiso existencial y el partir de sus raíces tradicionales para revelar una simbología universal; como recursos dramáticos: la búsqueda de una poética trascendente sin perder la cotidianidad, el uso simbólico de los objetos, la expresividad visual, la encarnación de textos en situaciones teatrales y la plasmación de personajes vivos; y como método de trabajo, un riguroso proceso de creación en comunidad.
La Zaranda, como cernidor que preserva lo esencial y desecha lo inservible, desarrolla una poética teatral que lejos de fórmulas estereotipadas o efímeras, se ha consolidado en un lenguaje propio, que siempre intenta evocar a la memoria e invitar a la reflexión.
El origen del teatro La Zaranda se remonta al periodo de trance, en la década de los setenta. Tras un cúmulo de experiencias individuales, es en 1978 es cuando se produce el encuentro y la decisión de condensar todas sus experiencias en una fase de trabajo. Se partía de unas premisas para «Hacer camino»: querer conducir a la obra teatral hasta ese punto de tensión en que drama y vida confluyen, negar toda concesión al teatro muerto con todos sus academicismos evidentes, al teatro de las falsas vanguardias, con patente de modernidad aplicadas al decorativismo más banal y la esclerosis, que no conduce más que al bostezo. Ir más allá de las formas adquiridas, no cesar en la búsqueda, renunciar a los logros que puedan establecer lo rutinario, afianzar un estilo en permanente transición… ¡Importa la acción de crear! No fabricar conservas artísticas que se abran en cada representación. ¡Hay que mantener la tensión, jugársela en cada situación, desarrollar cada realidad escénica en su devenir vivo…